Fragmento "La cacería de la Bestia Glatisante". Demonios de Formentera.


(Dedico este pequeño fragmento a Marcos Cabotà, director de cine y coordinador del Apartado Cinematográfico de Mallorca Fantàstica, por el estreno de su "opera prima" AMIGOS. No necesita que le desee buena suerte: ya ha ganado la Biznaga de Plata del Festival de Málaga como Premio del Público! Y sólo será el primero de muchos logros, porque Marcos reúne juventud, talento y espíritu luchador, entre otras muchas cualidades).

Ya con Ronsac, preparados para ir a la cacería de la bestia Glatisante, y habiéndolo informado de todo, ella dijo:

—Mucho me maravilla que el rey haya escogido para esta misión un garrote tan grosero cuando tiene a su disposición tantas buenas espadas. Mira, allí están Cárex y su hermano menor.

Desde la puerta que dominaba la costa empinada que bajaba hasta el torrente, contemplaban a los señores de Parellada, reunidos más allá de la puerta del puente, para cabalgar a la caza de halconería.

Bajaron, y cruzaron el puente hasta llegar al camino, para reunirse con ellos en el claro abierto de la orilla derecha del Torrente Alfurinet. Xirca dijo a Narcís:

—Veo que hoy has traído tus azores, señor.

—Sí, señora —dijo él—. El más rubio es el mío, y este más oscuro es de mi noble hermano Cárex. Están muy feroces y malhumorados, pienso que hoy nos harán sentir orgullosos.

Silene, que estaba al lado, tendió una mano para acariciar el azor más rubio.

—Tu azor —dijo— tiene la fuerza, la majestuosidad y el orgullo de un rey. Y yo, hoy, no me digno mirar a nadie que sea menos que rey —añadió, riendo como una bobalicona.

—Entonces, no puedes mirarme a mí, pues no soy rey —dijo Narcís, inocentemente.

—Sólo por esto, no te miraré —dijo ella, levantando la nariz con petulancia.

Narcís, embobado, rió la gracia. Cárex, a su lado, apartó la mirada, que se cruzó con la de Xirca, y ésta le tomó una mano y le dijo al oído:

—No te avergüences de tu hermano. Es harto extraño que un estratega tan inteligente en la batalla sea tan ingenuo fuera de ella, si no fuese porque es noble y no puede concebir otra forma de ser en quienes lo rodean. Ciertas mujeres vuelven estúpidos a los hombres más brillantes, Cárex. Ya se le pasará.

—Magnífica señora —dijo Cárex confidencialmente a Xirca—, a diferencia de mi hermano, que es apreciado por su cultura y gentileza, yo tengo fama de bruto. Puede que en asuntos de damas algunos murmuren e incluso se mofen a sus espaldas, pero sé que vos me creéis cuando digo que el tiempo acaba poniendo a todos en el lugar que les corresponde.

—No debes alabar a mi azor por separado, querida Silene —decía Narcís en aquel preciso momento—. Pues caza en coordinación con el de mi hermano, y es su colaboración la clave de su éxito. Ninguna pieza puede resistirles cuando actúan juntos.

—Eso dicen, mi señor.

—¿Qué te parece a ti mi azor, oh señora? —dijo Narcís a Xirca.

—Lo ensalzo con cautela —respondió ella—. Es muy hermoso. Pero los azores son buenos para volar hacia los arbustos, señor. Yo prefiero remontarme bien alto. Donde haya un buen halcón, que se aparten todos los azores del mundo.

Su hijastro Holcus, de frente oscura y de mirada feroz, soltó una carcajada a sabiendas de que ella se burlaba y pensaba en Formentera.

Mientras tanto, Tárrec, montado en un gran caballo blanco como la plata, se acercó a la señora Silene y con una expresión muy feroz habló con ella aparte, diciéndole en secreto de forma que sólo ella pudo escucharlo:

—La próxima vez no lo harás así, sino que te tendré donde y cuando yo quiera. Podrás engañar al diablo con tu perfidia, pero no a mí por segunda vez, zorra falsa y embustera.

—Hombre brutal —respondió ella en voz queda—, yo cumplí mi juramento al pie de la letra, y te dejé abierta mi puerta anoche. Si esperabas encontrarme tras ella, esto era más de lo que prometí. Ya conozco tu costumbre de consolarte con cualquiera, y sé que besas en los labios a todas las esclavas jóvenes y a las mozas de la cocina. Conozco tu condición, señor, y tus costumbres.

Él se puso muy rojo.

—Si alguna vez me ha gustado algo de ti, es precisamente tu parecido con todas las mozas bien dispuestas de la cocina. Pero cualquiera de ellas es mejor que tú. Ahora mismo me repugnas.

—¡Vaya! —dijo ella—. ¡Has hablado con mucho ingenio, a fe mía! Como un vulgar mozo de cuadra baleárico, que es lo que eres.

Tárrec espoleó su caballo y lo hizo saltar, separándose bruscamente de ella, y después gritó a Xirca:

—Señora incomparable, te mostraré mi caballo nuevo: las vueltas, los saltos y el porte con que hace el galope gallardo, a la manera menorquina.

Y, trotando hasta ella, hizo que el caballo diera una vuelta sobre un casco, y se alejó al paso, después al trote, y dio unas cuantas vueltas dobles, y luego hizo alzarse de manos al animal varias veces, exhibiendo su dominio sobre el corcel y su gran bizarría, y en verdad que era un placer contemplar a semejante jinete sobre tal caballo, con su figura atlética en equilibrio perfecto, las manos fuertes y morenas sujetando las riendas con firmeza, y aquella atractiva sonrisa que relucía con más fuerza en contraste con las mejillas encendidas y sus insolentes ojos azules. Lucía al caballo y a sí mismo en cabriolas y corvetas, haciendo que el bruto alzara las manos y luego saltara con las patas traseras, o dando saltos seguidos de giros laterales con las patas, atrayendo todas las miradas, hasta que finalmente volvió al galope y quedó parado junto a Xirca.

—Es muy bonito, señor —dijo ella—. Pero quien te lo ha vendido te ha dado gato por liebre, pues no es de raza menorquina.

—Ni yo he dicho que lo fuera, sino que está domado a la manera menorquina.

—Sólo tú, señor, te atreverías a hacer una broma como ésta con un caballo absolutamente blanco. Pues la pura raza menorquina es totalmente negra, y la única en el mundo capaz de ponerse de manos y de saltar a la vez sobre sus patas traseras de forma que le es natural.

—En apariencia, señora, sabéis mucho sobre caballos menorquines.

—El rey hoy lleva un ejemplar, más alto de lo que es habitual, pero finísimo. De todas maneras, te repito que el tuyo es muy bonito, pero no quisiera ser tu caballo.

—¿Cómo así, señora? —exclamó él—. ¿Por qué razón?

—Todos saben, señor, lo mucho que te gusta clavar tus espuelas, y por eso cambias de montura tan a menudo. Está claro que aún no has logrado desfogarte con un animal a la altura de tus gustos y exigencias.

Y, al escuchar esto, la señora Silene rompió a reír.

Entonces llegó el rey Lladern con sus halconeros, y sus monteros, con lebreles y podencos ibicencos, y grandes alanos en una traílla. Cabalgaba en una yegua negra de raza menorquina, con ojos rojos como el fuego, tan alta que un hombre apenas le llegaba a la cruz con la cabeza. Llevaba en la diestra un guante de cuero, sobre el cual iba posada un águila con capucha, aferrándose con las zarpas. Dijo:

—Estamos todos. Vamos a disfrutar de la caza.

Y todos cabalgaron con el rey hacia el este. La señora Silene se acercó a Tárrec, y se inclinó sobre el caballo para hablarle al oído:

—Señor, tú sabes mucho de caza nocturna. Creo que durante el día estás un poco pasmado.

Pero Tárrec, en vez de enfurecerse, hizo como si no la hubiera escuchado, y se volvió hacia la señora Xirca, que a su vez se dirigió hacia Ronsac. Silene rió. Parecía alegre de corazón aquel día, animosa como el pequeño neblí que tenía posado en el puño, y deseosa de hablar con el rey Lladern en cada momento. Pero el rey no le hacía ningún caso, y no le dirigía ni una mirada, ni una palabra, y la joven no se daba cuenta de aquella actitud claramente fría e incluso despreciativa del monarca.

Así cabalgaron durante un trecho, charlando y bromeando, levantando garzas y perdices por el camino; y nadie las cazaba mejor que el halcón de Xirca, tal y como ella había presumido.

Cuando llegaron al terreno más alto, con matojos y bosque bajo, el rey hizo volar a su águila del puño con un silbido. Ella partió como si nunca fuera a volver, pero volvió a él, obediente, al escuchar su grito; después esperaba, planeando en las alturas sobre su cabeza, hasta que los perros hacían salir a un jabalí de la maleza. Caía sobre él tan rauda como una centella, y el rey desmontaba y la ayudaba con su cuchillo de monte; y así una y otra vez, hasta que mataron cuatro jabalíes. Y aquella era la caza más grandiosa. El rey envió la carne al castillo, e hizo muchas fiestas a su águila, dándole a devorar el hígado del último jabalí. Y se la entregó a su halconero, y dijo:

—Cabalguemos ahora hasta las llanuras de Arimany, pues quiero hacer volar a mi águila salvaje, que fue capturada la primavera pasada en las colinas de Crestatx. Me ha costado muchas noches de reposo hacerla velar y acostumbrarla al hombre, y enseñarla a reconocer mi grito y a ser obediente. Ahora la lanzaré sobre la gran bestia Glatisante de Crestatx, que lleva dos años afligiendo a los granjeros de esta zona y llenándolos de muerte y desolación. Veremos una buena caza.

Y el halconero del rey trajo el águila salvaje, y el rey la tomó en el puño. Era un águila de aspecto glorioso, que pesaba más de doscientas onzas, tan oscura que parecía negra, menos en los hombros donde tenía algunas plumas doradas, y en las patas, calzadas hasta las fuertes zarpas con plumas que iban del castaño oscuro al dorado. Sus ligaduras eran de cuero rojo, con aretes de plata en los cuales iba grabada, en pequeño, la Caribdis de Parellada. Su capucha era de cuero rojo con borlas de plata. Primero se revolvió en el puño del rey, chillando y aleteando, pero pronto se tranquilizó.

—¡Válganme los dioses! —exclamó Xirca—. ¡Por un instante esta bestia me ha recordado a Falcó de Alanzell!

Todas las miradas confluyeron sobre ella con espanto, pero el rey sonrió y dijo:

—Señora, sois muy valiente: sois la única que se ha atrevido a decir en voz alta lo que todos pensaban. Ahora debemos ver si esta águila es más fácil de manejar que el halcón de Alanzell, que resultó huidizo y silvestre, y se escapó volando.

Y el rey cabalgó, enviando por delante a sus grandes podencos manchados para que ojearan la bestia Glatisante, una fiera que tenía la cabeza de dragón con grandes colmillos de jabalí, el cuerpo de pantera, la cola de león, y patas de ciervo; y toda su compañía lo seguía.

Encontraron en poco tiempo la extraña bestia, que se volvió con ojos rojos y furiosa contra los alanos del rey, y cayó sobre ellos agarrando con las fauces al primer perro que se arrimó, y lo agitó en el aire y lo desgarró de tal manera que se le salieron las tripas, con tanta violencia que las entrañas ensangrentadas cayeron sobre el rey y los jinetes que estaban cerca de él.

El rey quitó la capucha a su águila y la hizo volar desde su puño. Pero ella, silvestre y brutal, no cayó sobre la bestia Glatisante, sino sobre uno de los podencos, que hostigaba a la bestia y la mantenía a raya. Clavó sus crueles zarpas en el cuello del perro y le sacó los ojos en menos tiempo del que se tardaría en maldecirla dos veces.