El palacio de fuego (Fragmento de Héroes, Bandidos y Comediantes)


Los lugareños no los acompañaron más allá de las ruinas del antiguo poblado megalítico, en medio del cual se alzaba la impresionante Taula. Los hombres desmontaron y prepararon un campamento: Ariant había ordenado plantar el pabellón de campaña y esperar allí hasta nueva orden. Al poco tiempo, la niebla cubrió el lugar, arrancando escalofríos a más de uno de ellos, aunque otros, como Dámaris, parecían más impresionados por el monumento que por el lúgubre ambiente. Ricard, el joven capitán de la Guardia personal de la Reina, explicó que, popularmente, se creía que los gigantes que antaño habitaban la provincia de Menorca usaban aquellas construcciones como mesas, para sentarse a ellas y degustar suculentos banquetes que, en ocasiones, incluían la carne humana.
―De hecho, “taula” significa “mesa” en el idioma  popular baleárico ―aclaró Ricard.
―¿Gigantes que comían carne humana? ―rió Dámaris, ante la aprensión que traslucían los rostros de los soldados que habían escuchado las explicaciones de Ricard.
―Ojalá fuera cierto ―dijo entonces una voz, con extraños ecos.
Todos a una respingaron y echaron mano de sus armas, excepto Guiomar, que sonrió disimuladamente bajo sus dorados bucles. Ariant exigió, con voz clara y firme:
―Muéstrate para dirigirte a los Reyes de Balearia.
―Aquí estoy. No es buena idea recibir a uno de los Ocultos empuñando un arma.
Un pálido joven había surgido de la nada, justo al lado del Rey Ariant. Inmediatamente, una docena de lanzas apuntaron con sus aguzados filos a su garganta y a su corazón. No por ello se inmutó el curioso personaje, que lucía con evidente orgullo dos cuernos teñidos de azafrán y repletos de bellas incrustaciones de oro y pequeños ópalos que espejeaban al menor movimiento. Su manto de color grana ondeaba pesadamente a su espalda, adornado con complicados bordados y laminillas de oro. Tenía los cabellos negros y la apostura de un gran señor, y portaba una armadura de metal dorado y cuero negro que no parecía muy práctica por el gran tamaño y forma de la hombrera izquierda, así como una extraña arma que se acoplaba a su espalda, y que recordaba vagamente una hoz. 


 ―Si queréis mi opinión, Majestad ―dijo el desconocido―, los gigantes no devoraron a suficientes humanos. O quizá tan insana dieta fue la causa de su fin. La raza humana es nefasta para todas las otras criaturas de su entorno.
―Seguís siendo encantadoramente cínico, príncipe Cárritx ―dijo Guiomar, adelantándose hasta él entre el tintineo de las hebillas de su armadura. A su gesto, los guardias reales apartaron las armas.
―Y vos, reina Guiomar ―contestó Cárritx, besándole la mano al tiempo que realizaba una elegante reverencia―, seguís siendo extraordinariamente hermosa. ―Al incorporarse, Cárritx sacó un pañuelo de encaje de su manga y lo agitó afectadamente ante su nariz, al tiempo que señalaba con la otra mano en dirección a los soldados―. Pero seguís ostentando un evidente mal gusto a la hora de elegir a quien os acompaña.
***
En el pabellón, tras rechazar el vino y la comida que Ariant le ofreció, Cárritx se mostró de nuevo provocador e insolente.
―¿Han de estar presentes estos malolientes patanes humanos? ―dijo, señalando sin siquiera mirarles a Toro, Dámaris y Ricard.
―Si de veras sois alguien importante en vuestra tierra, señor ―dijo Dámaris, con las orejas coloradas a causa de la ira―, debierais demostrarlo comportándoos con más educación.
―Demuestra tú un poco de educación y respeto. Tírate al pozo y líbrame de tu insufrible presencia, y de paso te darás el baño que necesitas. ―Y, sacando de nuevo su pañuelo, volvió a taparse con él la nariz―. Ugh...
―A mí no lograréis ofenderme, Alteza ―dijo Ricard, con aplomo―. Podéis mostraros todo lo cafre que queráis, yo no olvido que nos salvasteis la vida a mí, a mis hombres y a mi Reina. Sois un amigo, y os habéis ganado el privilegio de decir de mí lo que os plazca.
Cárritx apartó el pañuelo de su nariz.
―Sí. Os recuerdo, capitán. Mas, si de veras me estáis agradecido, manteneos a distancia. Puedo hacer un esfuerzo y mostrarme cortés con vos, pero no volváis a llamarme “amigo”, o yo mismo os arrojaré al pozo.
Ariant se puso en pie ante el príncipe de los Ocultos. Era más alto y recio, y la dulzura de su rostro había sido reemplazada por una expresión tan fría que, literalmente, logró estremecer a Cárritx.
―Alteza ―dijo el rey, con voz muy suave―, mi esposa me ha informado del sentimiento que los no-humanos profesan a los de mi raza. No dudo de que vuestro rencor esté justificado por las acciones del pasado, pero estamos intentando resolver los errores de otros tiempos. No lo lograremos si os empeñáis en ofender a los míos.
―¿Habéis dicho “los vuestros”? Me sorprendéis. Vos sois aier.
―El rey Bellver y yo somos medio-humanos. Creí que lo sabíais.
―Oh, sí. Pero ¿quién en vuestra situación no preferiría renegar de su ascendencia humana? Haríais bien en ocultarla.
―Al contrario. Tanto mi hermano como yo, nos sentimos muy orgullosos de nuestra parte humana. Os ruego que hagáis gala de la cortesía que habéis mencionado, y podamos empezar a trabajar. No estaríais aquí si no nos necesitarais.
Cárritx abandonó su pose afectada, y tendió su mano al Rey.
―Sentémonos.
El príncipe de los no-humanos pareció palidecer más aún cuando comenzó su parlamento:
―Hay cosas que debes saber, Rey Ariant. Existe una antigua tradición de culto a los demonios en mi pueblo. Sus seguidores son auténticos fanáticos, y si por ellos fuera sacrificarían a toda la raza humana sobre Balearia. Pero de momento se limitan a proteger su territorio. Esos muchachos a quienes tanto deseáis resguardar invadieron nuestros dominios. Los humanos nos arrebataron hace mucho tiempo nuestros hogares. Hubo guerra y sangre, aunque vuestra raza ya lo haya olvidado. Los que fuimos derrotados nos retiramos, cedimos nuestro lugar bajo el sol a cambio de morar en paz en nuestros nuevos dominios. Conservamos el amor a nuestros antiguos dioses, que nos favorecieron con el aumento de nuestros poderes mágicos. A medida que crece el control de los humanos sobre cuanto los rodea, crece también su desprecio hacia los dioses. Por eso la magia que antiguamente conocieron los ha abandonado. Los jóvenes crecen y se educan sin respeto por nada. Ni siquiera por las leyendas que les legan sus mayores, por terroríficas que éstas sean. Por eso, cuando un humano invade el inframundo, debe ser sacrificado. Para que los demás de su especie, ya que no pueden sentir respeto, sientan al menos temor.
Al oír esto, el rostro de Ariant se ensombreció.
―¿Y tú, Cárritx? ¿A quién rindes culto? Ni siquiera has tratado de disimular el odio que sientes hacia los humanos.
―Tengo muchos dioses. Ellos son quienes nos proporcionan la magia necesaria para poder sobrevivir al margen de los humanos, mas no os engañéis: los humanos no merecen mi odio, son tan estúpidos y primordiales que deben conformarse con mi desprecio. No puedo comprender que os importen tanto ―dijo, sonriendo cínicamente al tiempo que se volvía hacia Guiomar, y entonces su sonrisa desapareció como por ensalmo.
Sólo Ariant se percató del súbito cambio en el rostro del príncipe, quien, no obstante, continuó como si nunca se hubiera interrumpido:
―Los humanos nos temen. Temen lo que no pueden entender ni controlar. Si por ellos fuera, los exterminados seríamos todos los Ocultos.
―Quizá no fuera así si supieran en qué consiste vuestra magia ―dijo Ariant―. No para censurarla, sino para entenderla. No creo que sean tantas las diferencias que os separan de la estirpe humana, como las que existen entre vosotros mismos, que sois varias razas unidas en un solo pueblo.
Cárritx volvió a sonreír.
―Se está haciendo tarde. Los muchachos a quienes deseáis rescatar van a ser sacrificados. Si deseáis salvarlos, es hora de ponerse en marcha.
―Entonces, ¿nos ayudaréis?
―Haré cuanto sea necesario para llegar a una alianza con los Reyes de Balearia.
―¿Qué tipo de alianza?
―Una que os haga responsables de las invasiones que padezcan nuestros lugares sagrados. Debéis imponer leyes para proteger las entradas a nuestro mundo.
―¿Sin dar una explicación coherente?
―La religión siempre ha sido una excusa excelente, Majestad. Por una vez, haced buen uso de ella. Simplemente, prohibid bajo severas penas que los estúpidos cachorros humanos se diviertan profanando nuestro hogar. A cambio, os ayudaré. Necesitaréis mi ayuda en más de una ocasión, podéis creerme. Ahora, pongámonos en marcha.
―¿Hacia dónde?
―Hacia el Infierno, Majestad. Pero vos ―Cárritx se dirigió a Guiomar―, no debéis acompañarnos.
Guiomar se levantó, lentamente.
―¿Por qué?
―Porque habéis sido tocada por la Diosa Oscura, y en el inframundo no estaríais a salvo de ella.
―Habla ―dijo Ariant, conservando la calma, a pesar de que su corazón había dado un vuelco.
Cárritx acarició con sus pálidos dedos el aura que rodeaba a Guiomar.
―Sois víctima de un hechizo que os robará la memoria por vuestros seres amados. Cuando haya ocurrido, vuestra mano empuñará el arma que acabará con la vida de todos ellos. Y ya ha empezado a actuar. Marchaos, Guiomar, acudid a Raimon Llull junto con vuestro hijo y vuestro esposo, cuyo amor aún puede salvaros de tan siniestro conjuro, con ayuda de la magia druídica. Y tened cuidado: quien ha obrado ese terrible hechizo sobre vos, sin duda os odia profundamente.
―¡Turixant! ―gritó Ariant, acercándose a la entrada del pabellón.
La inmensa figura de Toro se perfiló contra la claridad de fuera, en la entrada de la tienda.
―Ariant ―dijo Toro, muy seria su expresión―. Turixant  y Telm han bajado al pozo.
***
Frente a la entrada del pozo, todo era silencio, excepto por el tintineo provocado por las hebillas que Guiomar estaba ajustando en su armadura. Nada podría persuadir a la reina guerrera: ¿cuánto puede valer la memoria de los seres amados, si éstos se pierden en el infierno?
Y por eso, Guiomar fue la primera en iniciar el descenso. Ariant la siguió, dirigiendo a Cárritx una mueca de disgusto. Los soldados se apresuraron tras su rey.
El descenso no fue fácil, a pesar de los escalones tallados en la roca. La escalera de piedra parecía no acabar nunca, y de vez en cuando tropezaban con tramos rotos, que debían salvar con gran riesgo de sus vidas. Todo alrededor era resbaladizo, ningún agarre seguro se ofrecía en aquel agujero maldito, y el agua caía en hilos sobre sus ropas y armaduras.
Al fin, pisaron lo que parecía suelo firme. Era un decir: el barro amollentaba sus pasos, y en ocasiones atrapaba sus botas hasta los tobillos. Estaban en una especie de playa fangosa, junto a un lago cuyo extenso espejo se perdía en la oscuridad. ¿Oscuridad?
―Hacia la luz, mi señora ―dijo el príncipe Cárritx, señalando lo que parecía un incendio lejano―. Hacia el crepúsculo eterno entre los mundos.
Guiomar encabezó la marcha, en dirección a un mundo bañado en una luz muy curiosa, que por unos instantes le recordó al magma incandescente del hogar de los almadravianos. Pero algo, en la derretida y translúcida esencia de aquella luz, la hacía distinta.
Al poco de haber empezado a caminar, perdieron la noción del tiempo. Por mucho que caminaran, aquel ocaso no llegaba a cerrarse en noche. Al volverse Ariant para consultar con Cárritx, vio que éste ya no estaba a su lado, y, alzando los ojos hacia el pavoroso horizonte, vio la silueta del Príncipe de los Ocultos recortada contra el quimérico muro flamígero. Ariant apresuró su paso, tratando de alcanzarlo, pero cuanto más se esforzaba más lejos parecía el objeto de su persecución.
De pronto, unos seres empezaron a surgir del barro, desde todas partes. De hecho, aunque pareciera una locura, Ariant pensó que se formaban del mismo barro. Todos cubrían su rostro con aterradoras máscaras, y ostentaban algún tipo de cornamenta, tan falsa como las máscaras, según pudo apreciar Ariant. Algunos se habían puesto un cuerno sobre la frente, otros tenían dos, tres, cuatro, y hasta nueve cuernos llegó a contar Ariant en una sola testa.
―¡Son demonios! ―gritó uno de los soldados.
―De eso nada ―repuso el joven Ricard, mientras dibujaba una amenazadora curva con su espada―. Son foliots, adoradores de los demonios. Imitan su forma y obtienen su magia mediante sacrificios humanos.
―Entonces ―respondió Dámaris, sonriendo al tiempo que blandía su hacha―, son los que, según el príncipe de los Ocultos, han secuestrado a los muchachos.
―Bajad las armas ―ordenó Ariant―. Cárritx nos ha prometido inmunidad. Aquí somos intrusos.
―¡Cárritx nos ha abandonado, Ariant! ―protestó Toro, acoplando a su muñón la espada aiérica.
―¡Obedeced! ―rugió Ariant, cambiando su habitualmente plácida expresión por un turbulento rictus.
Pese al temor que aquellas criaturas despertaban en todos ellos, los soldados obedecieron a su rey, y bajaron las armas.
Entonces, una rara pulsación sacudió los cuerpos de todos, y los cabellos de los humanos se erizaron. Debía de ser alguna forma de comunicación entre los Ocultos, ya que los foliots desaparecieron, con rapidez, de la misma forma que habían aparecido: fundiéndose con el barro del suelo.
Ariant no se entretuvo, y reemprendió la marcha tras la ya lejana silueta de Cárritx, sospechando que él había sido el responsable de que cesara el ataque de los foliots. Quizá el astuto líder de los Ocultos había pretendido poner a prueba su autoridad al frente de sus soldados. Notó su frente perlada de sudor. Los hombres lo seguían, resoplando con evidente esfuerzo. ¿Cuánto llevarían allá abajo? La tierra alrededor era plana, y su perfil borroso por el fuego misterioso. Aquella especie de lejano sol parecía verterse, acuoso, inundando el inframundo de llamas en oleadas, como un inmenso mar flamígero.
Ariant vio cómo, muy por delante de él, la silueta de Cárritx se estiraba y se transformaba, lentamente, en una especie de arbusto. El desánimo le hizo exhalar un profundo suspiro, pero de pronto sintió a Guiomar a su lado. Guiomar deslizó su mano entre los dedos de él, y el corazón de Ariant latió con fuerza, al tiempo que sus dedos se cerraban sobre los de la aier.  Guiomar le sonrió mientras seguían caminando bajo aquella luz crepuscular y aquella atmósfera opresora. Ariant pensó que los dedos de ella parecían extraordinariamente acariciadores, pero no podía dejar de mirarla, porque su belleza, que siempre lo había subyugado, allí abajo le daba fuerzas para continuar adelante.
―Mira ―dijo la reina súbitamente, sonriendo bajo sus dorados cabellos―, ese ser se ha transformado en un rosal ―y luego, sin apartar sus ojos de él, lo horrorizó con una simple pregunta:― ¿Por qué estamos aquí?
El aura de Guiomar rielaba en tonos azules y verdes. Ariant supo que había empezado a perderla.
***
Toro iba al frente de la tropa, por detrás de Ariant y Guiomar. Al percatarse de que los hombres perdían el ritmo de sus zancadas, envió al fiel Ricard y a Dámaris a retaguardia, para animar a los soldados a continuar avanzando y asegurarse de que no perdían a ninguno por el camino.
Seguían marchando: aquel paradójico mundo no parecía tener fin, y el tiempo no parecía transcurrir allá abajo.
Cuando ya creía que iba a sucumbir al cansancio, vio a Ariant y a Guiomar, con las manos unidas, detenidos frente a un arbusto cuyas ramas se estiraban y fluctuaban, centelleando, creciendo y elevándose muy por encima de sus cabezas, estallando en rosas de fuego las puntas que se desenroscaban, latigando en aquella anómala atmósfera. Las ramas se entrelazaban en una prieta urdimbre, cubriéndolos a todos, y luego se dividían y volvían a unirse hasta transformarse en prietas columnas de fuego. Poco a poco, como doseles augustamente tejidos, veteados de luces y sombras, formaron ígneas paredes, bóvedas y cúpulas tachonadas de piedras preciosas de ardientes brillos. El suelo ya no era de barro, sino de ágata y cornalina, con juegos marmóreos cambiantes y vivos, un suelo tan impoluto como el cristal, que ardía sin quemar ni consumirse.
―Un palacio tallado de fuego... ―murmuró Dámaris, acercándose a su padre.
Toro lo sostuvo sobre su hombro, pues Dámaris estaba si cabe aún más agotado que él. Un reverente temor lo poseía, pero el arrogante general mantuvo su erguida postura.