Demonios de Formentera. Escena de amor.

...Y como ella quería encontró en la bañera al joven, quien al verla dio tal brinco que una buena cantidad de agua se derramó sobre el suelo de mármol. 

Jasíone contempló maravillada los miembros poderosos del joven Falcó, de aspecto tan delgado pero tan fuerte a la vez, como si estuviera hecho todo de hierro.

Era una gran maravilla ver cómo pese a ser humano y su juventud, que implicaba que todavía no estaba acabado de formar, cuando Falcó se había desnudado de todo su atuendo y de las lujosas prendas de vestir con que le gustaba cubrirse, parecía que no se hubiera desprendido en absoluto de su elegancia ni de su resplandor. 

—¿En qué estabais pensando, mi señor? —le dijo Jasíone, fingiendo seriedad—. ¡Ni más ni menos que bañaros solo, en vuestro estado! —y cuando él luchaba por pronunciar algo ella le puso un dedo sobre los labios— ¡No os atreváis a discutirme! 

Jasíone, que iba vestida con una preciosa túnica blanca y una sobrevesta rosada bordada con pedrería y con largas mangas, se despojó de ésta y de los anillos, las pulseras y los brazaletes, y así con los brazos desnudos acercó un escabel a la bañera y se arrodilló, y tomó la esponja marina y con ella empezó a frotar suavemente el cuello y los hombros del joven, con lentos movimientos circulares. Falcó, que al principio estaba algo agarrotado, bajo el suave masaje de la esponja y a merced de los aromas de los aceites esenciales, se fue relajando, y se dispuso a disfrutar de aquel regalo que la diablesa le ofrecía. Y Jasíone fue bajando por la espalda, y después le frotó los brazos, y entonces lo tomó por un tobillo y, con una sonrisa traviesa, se lo hizo apoyar sobre el borde de la bañera, y empezó a trazar círculos con la esponja a lo largo de la pierna, por la pantorrilla, tras la rodilla, y cuando bajó por el muslo Falcó se volvió a poner rígido, con la respiración agitada por el deseo amoroso, y al mirarle el rostro Jasíone vio que había enrojecido hasta la raíz de los cabellos. 

—¿Puedo saber qué os pasa, señor? —dijo ella, juguetona, con la voz algo ronca. 

Y aquí Falcó la agarró por la muñeca, y quedaron unos instantes mirándose fijamente a los ojos, y de pronto Falcó la envolvió con los brazos y la atrajo hacia él y la besó, pero casi al instante hubo de soltarla, haciendo un gesto de dolor. 

Jasíone, que se había puesto roja como las amapolas en verano, de pronto se sintió culpable, y se puso en pie. Falcó también se levantó, pero las rodillas le fallaron y si Jasíone no lo hubiera sostenido hubiera ido a parar al suelo. 

—¡Espera! —dijo Jasíone, risueña—. Despacio, ven conmigo. 

Con la ayuda de la diablesa, Falcó salió del baño, y Jasíone, fingiendo no darse cuenta de la patente excitación del joven, lo ayudó a secarse y a vestirse, entre las risas de los dos. Cuando Falcó intentó con las manos torpes abotonarse la camisa, Jasíone lo apartó suavemente para hacerlo ella, diciendo: 

—Demasiados botones para unas manos tan inseguras. 

Y entonces Falcó le tomó la cara y la miró fijamente a los ojos, y talmente saltaban chispas entre los dos, como cuando se golpea una lasca de sílex contra un filo de metal. Falcó la hizo sentarse sobre sus rodillas y empezó a besarla suavemente, con besos blandos y breves, y le besaba las mejillas, la frente, los ojos, los labios, el cuello... Y mientras tanto, sus manos grandes y cálidas recorrían el cuerpo de ella por todas partes, y Jasíone sentía aquellas manos sobre ella como carbones encendidos, y los labios de él también quemaban. 

—Oh Falcó... —suspiró ella—. Tenéis fiebre... 

—Oh, sí —dijo él con voz turbia—, pero no de la clase que vos pensáis. 

—Parad, loco —dijo ella como ahogada—, no empecéis nada que no podáis acabar. Además, mis hermanos seguramente nos esperan para el desayuno. 

—A mí me apetece otro tipo de desayuno, Jasíone. 

—No, no —decía ella, pero había metido las manos por debajo de la camisa y sus dedos recorrían el cuerpo ardiente de Falcó—. Parad... 

—Tú has empezado esto, pérfida —dijo Falcó—, ahora no puedo detenerme.